INCIDENTE: El casco y la nevera
Ya es cosa extraña que a uno se le caiga la puerta de la heladera en sus propias narices cuando intentaba abrirla. La sorpresa del ruido, atroz y desprevenido, me paralizó durante unos instantes, primero, la sensación fue de violencia, ante el armatoste derrumbado y todo su contenido esparcido en una grotesca mixtura. Los huevos era lo que destacaba de ese bodegón indeseado, la media botella de champagne de la última cena con ella, la lata de coca cola reventada, la salsa de soja, los cristales transparentes de la botella del agua que ya había perdido su diáfana cualidad, y así la enumeración se perdería por el camino del absurdo. Luego, ante mi inmovilidad, mi falta de reacción, porque ¿quién puede reaccionar sobre ello con presteza? me quedé unos segundos admirado al descubrir una nueva forma de paisaje. Me pregunté cuánta gente podría ver, de frente una nevera sin puerta. Puede parecer nimio, pero les garantizo que ver una nevera llena, sin puertas no es lo mismo que ver una con la puerta totalmente abierta. Sí que el contenido es el mismo, que en líneas generales los tomates, la mantequilla y el pan de molde son invariables, pero el cuadro es otro, se parece más a esas deconstrucciones en las que el edificio derrumbado deja el interior de las estancias de las casas de al lado a la vista, con esa sensación de bombardeo, de exhibicionismo impuesto, de impudor, de violación de un espacio íntimo. Tardé en sobreponerme para reacomodar la cocina y lo que había sobrevivido, y después de una copa de vino necesaria y comer ese día los alimentos más perecederos, me planteé que debía ir de inmediato a buscar su reemplazo, puesto que un primer vistazo del cacharro dejaba a las claras que no tenía solución de compostura.
Después de algunas llamadas a amigos, más bien amigas o compañeras de amigos, para lo que siempre se hace en casos de compras de elementos de los que uno no tiene ni idea de precios, calidades y oportunidades; porque se nos produce esa sensación de vergüenza, de miedo al ridículo por ignorantes, (la ignorancia siempre produce miedos) en la que tememos ser engañados por un hábil vendedor; y fue Berta quien me alertó de un sitio, casi saliendo de la ciudad, que vendían electrodomésticos de buena calidad (que ella llamó marcas) que por algún defecto, generalmente estético, de pintura o pulido, estaban muy por debajo de los precios de mercado. Indudablemente podía ser una buena posibilidad, ya que la extinta tenía muchos defectos estéticos y no eran por deficiencias de fabricación y sin embargo nunca me acomplejé por ello. Sin dudar más cogí las llaves de la moto y bajé.
Contento hice los cincuenta metros que me separaban de la esquina donde estacionaba el ciclomotor, pensaba que había dado con una ganga y eso de tener ventaja nos hace sentir más pícaros, será por eso que los “ventajistas” siempre están contentos. Pero ya vista por detrás, la moto producía un efecto que no me gustó (todo lo que se sale del guión esperado disgusta a la gente) diferente, puesto que vi que el plástico del asiento estaba rajado por detrás y se empezaban a ver las tripas del acolchado “deben ser los años” cavilé. Pero cuando intenté abrir el asiento comprendí que no había sido por culpa del tiempo sino de algún avispado que me lo había forzado para robar lo que había en el cubículo interior; con tan pocas artes que se había cargado el plástico del tapizado con el uso de una herramienta inapropiada. Los malos ladrones deberían seguir algún tipo de cursillo, se les odiaría y temería menos.
Otro paisaje extraño, no por desconocido, sino porque no era como lo recordaba de cada mañana, cuando cogía el vehículo para ir hasta la universidad. Ni casco, ni guantes ni antiparras para el viento. Me había dejado, eso sí, un peine y la extraña duda de por qué me lo había dejado, ¿debía ofenderme porque un peine usado por mi le diera asco? ¿o era que no se trataba de una persona tan pendiente de su aspecto como yo? Debo reconocer que me invadió la rabia. No el odio, porque sentado en la moto y sin poder marchar, como un jinete en un caballo de madera, reflexioné -tratando de paliar, de exorcizar esa rabia metiéndome de lleno en el hecho, reviviéndolo- que quien lo había ejecutado podía ser alguien con alguna necesidad imperiosa; la de comer por ejemplo. Podría ser un indigente o un inmigrante sin papeles, recursos, ni salida porque a veces el entorno no te deja instalar del todo en la honestidad. Bien que podían ser esos gamberros de buena familia que medio conozco, que se disputan la proeza entre el acto heroico y los beneficios de una juerga adolescente, extremo que sí reprobaría con energía, pero la falta de indicios me hizo ser cauto en la canalización de los sentimientos. Se me asomó la sombra de la denuncia, pero el aún latente temblor de la fobia a los cuerpos armados y su simplicidad en las conclusiones y proceder me hizo descartarlo de inmediato. Así, terminé pensando que debía coger el transporte público para ir a comprar un casco que me habilitara para acudir a comprar una nevera de ocasión. Mientras viajaba en el treinta y cuatro volví a darle una vuelta al asunto, me recordé el inmigrante de hace años, joven e intrépido muchacho que tuvo que dejar su país. Estuve sin papeles, también robé para comer, pero para comer elegía sitios donde hubiese comida, utilizando la lógica: robaba en supermercados lo necesario, y así fue tanto en Barcelona como en Madrid, París o Ámsterdam, nunca se me hubiese ocurrido robar cascos rompiendo motos, no debo ser hombre de mucha imaginación. Fue la última vuelta que le di al asunto, con esa sensación y algunas dudas me quedaron el recuerdo y otra duda desde entonces.