Empezó como casi todos, en edad adolescente y a escondidas, o cuando iban a dar una vuelta al centro, o cuando salía con una chica. Un poco antes que sus compañeros, porque iba un año adelantado en la escuela. Siempre llevaba caramelos de menta para el regreso a casa, no fuera a ser que su madre -sobre todo su madre- notara que había estado fumando. Le gustaba por prohibido, por ser como los mayores y por algo más que no llegaba a comprender, porque cuando fumaba a solas se sentía bien.
Pasaron unos años y el cigarrillo seguía a su lado y haciéndole favores; compañía en momentos de soledad, le ayudaba reflexionar cuando estudiaba o cuando hacía sus primeros intentos de escritura seria. Hacía más llevaderas las decepciones y tranquilizaba en los tiernos desengaños y era el infaltable mudo testigo en los sensoriales momentos posteriores al sexo. Lo sentía como su mejor amigo, un amigo que no pedía nada a cambio, o al menos eso pensaba. Su encuentro era cada vez más frecuente, al punto que, entre otras responsabilidades, le había encomendado el control de su tiempo. Cuando esperaba a alguien y el recién llegado preguntaba -¿Hace mucho que esperas? Él contestaba –Un poco, dos cigarrillos. Cuando le preguntaban si un destino estaba lejos, contestaba –No, a un cigarrillo de aquí. Si cenaba en un restaurante calculaba la presteza del servicio de acuerdo a cuántos cigarrillos fumaba hasta ser servido, lo que acarreó más de una bronca a algún camarero. Para cocinar pasta italiana era exacto, un cigarrillo la dejaba "al dente". Cuando trabajaba en la sala de su pequeño apartamento, sabía cuándo debía dejarlo por el volumen del arbolado cenicero. Se sintieron inseparables, al punto que no compraba en tiendas que no permitieran fumar, le parecía una afrenta a su compañero. Odiaba esas falaces campañas que trataban de meterle miedo en el cuerpo vistiéndolo con frases enjundiosas y presuntamente terribles para su salud; por respeto y con mucho cariño le compró un caro vestido de piel que ocultara los difamantes textos que lo demonizaban.
Un diciembre frío la tos y el esputo le jugaron una mala pasada, el médico le recomendó que con esa bronquitis lo mejor fuera dejar de fumar un tiempo. No pensaba hacerle el menor caso, pero se le ocurrió que llevaban muchos años juntos sin darse libertad el uno al otro, y llegó a la conclusión que un alejamiento de unos días iría bien a ambos, para extrañarse y oxigenar la relación. Consideró que todas las parejas deberían hacer eso de vez en cuando. Y resultó, puesto que sin reproches ni vanas explicaciones volvieron a unirse con mayor pasión, llegando a encender uno con la colilla de otro como símbolo de unidad.
Así pasaron otros años que le permitieron vivir, austera pero dignamente, de su trabajo de escritor. Había tomado como hábito la separación invernal al primer indicio de esa bronquitis que se había convertido en crónica, y siempre el reencuentro agudizaba su mutuo fervor. Hasta que una noche del enero en que cumplía cuarenta y cinco años y sin advertencia previa, se despertó hinchado, con el aparente pecho de otro, puesto que no respondía a su deseo de respirar, se levantó enarcado y un líquido emergente le hizo vomitar, tiñendo el parqué de rojos y babas purulentas. Se mareaba.
Fue ingresado de urgencia. Días después, cuando los calmantes empezaron a hacer efecto sobre sus dolores físicos pidió a la enfermera que le diera sus cigarrillos de la chaqueta para calmar los nervios que le provocaban esa enorme cicatriz en su pecho. Se lo negó despiadadamente, estuvo seguro que debía ser una de esas ex fumadoras que pretenden predicar su verdad e imponerla a los demás. Ya las conocía a esas. Luego el médico fue igualmente tajante, basándose en la autoridad que creía le daba su carné de doctor, le explicó que era precisamente el cigarrillo quien le había causado esa cruel herida pulmonar de la que se había salvado de milagro -que llamó enfisema y algo más- ordenándole con fiereza que se olvidara de fumar para siempre si quería vivir algún año más. No lo podía creer, su amigo lo había herido de muerte, y a traición.
Los primeros días se lo tomó como otro de los alejamientos anuales, pero empezó a elucubrar lo que pronto se hizo obsesión. ¿Por qué había querido matarle? ¡Él, su mejor y único amigo! ¿Era una venganza? ¿Por qué? Y comenzó a pensar minuciosamente en razones, cayendo en la cuenta de que ciertamente no había existido total reciprocidad en su larga amistad. Mientras el cigarrillo se lo había dado todo, había estado a su lado en las buenas y en las malas, él no había correspondido con equilibrio. Nunca le había escrito nada, no lo había hecho protagonista en ninguno de sus cuentos o novelas, más aún, estaba seguro de no haberlo nombrado siquiera en una frase, como si sus personajes de ficción nunca fumaran. También pensó que le había sido infiel, varias veces, cuando aceptaba esos puros cubanos del editor o cuando lo despreciaba por un peta en las tertulias literarias del Café Velódromo. Pero la consideración más concluyente era el trato de puta que le había dispensado, sólo bastaba pagar para gozar de él. Sí, determinó concluyentemente que había sobrados motivos para la venganza y éste ya no se volvería atrás, no aceptaría disculpas, aprovecharía cualquier descuido para otra puñalada traicionera, por lo que debía alejarse con cierto sigilo y redimir su culpa en soledad y a la distancia. Ya había pasado el tiempo de explicaciones.
Así, cuando salió del hospital tuvo que cambiar su rutina en algunos aspectos. Cambiaba de acera cuando veía un letrero de estanco. En los bares se sentaba lo más alejado posible de la máquina de tabaco, y siempre mirándola de reojo, vigilante. En el andén se sentaba siempre bajo el letrero de “prohibido fumar”. Cuando departía con amigos, no quitaba su mirada de las manos de los fumadores, por si se producía algún ataque insospechado y evitó avivar el rencor sin cometer el error de hacer campaña contra el tabaco temiendo nuevas represalias, y mucho menos confesar que había dejado de fumar. A la pregunta lógica, pues siempre se le había visto con un cigarrillo en las manos, respondía –No, estoy acatarrado, ahora no me apetece. Entretanto sabía que debía expiar sus pecados, flagelarse de algún modo, y aunque él ya no mediría su tiempo, siguió sin utilizar reloj, extremo que le producía grandes desencuentros con amigos, gentes y compromisos y tuvo que dejar de citarse a ninguna hora con nadie, y sus días de trabajo eran desordenados; se veía la luz de la sala donde escribía durante días y noches encendida, o bajaba a desayunar por las tardes y las comidas se espaciaban, a veces, durante varios días. Pero el declive definitivo se reflejó meses después, cuando su editor, harto de reclamar su última obra, que él insistía en que no estaba terminada, rescindió el contrato. Ya había perdido también la medida de cuándo se acababa una historia y las enlazaba una con otra sin siquiera vislumbrar el final de esos más de siete mil folios que llevaba escritos ininterrumpidamente. Era su obra magna, así lo pensaba, que estaba compuesta de una escritura extraña, a veces prosa, otras relato, monólogo interior, otros capítulos de versos métricos, otros libres y lacónicos, infinidad de nudos en su obra pero siempre con el mismo protagonista. Tal vez se lo debía.